Sin necesidad de definir el término «negatividad», todos podríamos encontrar a nuestro alrededor un claro ejemplo, o varios, de una persona negativa. La persona que se nos viene a la cabeza es esa que siempre ve el «vaso medio vacío», que nunca termina de estar contenta con nada y que cuando sus circunstancias cambian y parece que todo irá a mejor, nos dice que en realidad estaba mejor antes. A nosotros puede resultarnos agotador escucharla, pero es esa persona  quién peor lo pasa.

Hay muchos tipos de personas negativas. Están los que sólo quieren quejarse, sin escuchar ni atender a posibles soluciones. Los competidores en «la carrera de fondo de la negatividad», esos que siempre van a estar peor que tú, porque tienen la peor suerte o porque lo que les pasó a ellos fue más grave. Y hay otros que son los negativos «crónicos», los que están continuamente pensando en su mala suerte, sus problemas, su injusta situación de vida… y a los que ningún desahogo les es suficiente.

Y es que es fácil caer en el pozo de la negatividad. Todos alguna vez nos ponemos en el rol de víctima, quejándonos sin buscar solución. El psicólogo Stephen Karpman desarrolló en 1968 lo que llamó el «Triángulo Dramático». En él explica que muchas veces entramos en este rol de víctima porque ha sido la posición que nos tocó o elegimos para sobrevivir en nuestro entorno, donde había también salvadores (que incluso ayudaban y socorrían sin que se les pidiera ayuda) y perseguidores (siempre buscando una víctima para reprochar, acusar o castigar). Pero aunque sea nuestro modo habitual de funcionar, y de hecho parezca que funcione, no es una forma sana de relacionarnos.

Los neuropsicólogos han investigado sobre la negatividad y los estudios afirman que, dado que nuestro cerebro funciona a través de redes neuronales, si tenemos pensamientos repetitivos sobre algo en concreto, éste aprende a «activar» las mismas neuronas con pensamientos, sentimientos o sensaciones que son parecidas. Es decir, que si siempre mantenemos ideas negativas o victimistas, a nuestra mente le resultará más fácil acceder a esas redes cuando nos encontramos en situaciones similares. Por ejemplo, si me tropiezo y se me rompe el móvil, si siempre estoy pensando en mi mala suerte, nuestro cerebro activará antes un pensamiento del tipo «¡por qué siempre me pasa a mí!», y no del tipo «bueno, estaba tan viejo que lo iba a tener que cambiar pronto». Lo que significa, que nuestra negatividad nos hace cada vez más negativos.

Así que parémonos un momento y pensemos cuántas veces entramos en negatividad a lo largo del día, de la semana o del mes. Es probable que encontremos momentos, situaciones o incluso épocas en las que sea normal estarlo, pero no puede ser nuestro modo habitual de estar en la vida.

Reflexionemos entonces si algún día tomamos la decisión de colocarnos en ese rol o si fueron otros los que nos fueron colocando sin darnos casi cuenta. Sea como sea, hagámoslo consciente, comencemos a DARNOS CUENTA y a salir de ello. Observemos cuándo lo hacemos y qué otras opciones podríamos haber pensado pero sin embargo descartamos. Aprendamos a disfrutar de las PEQUEÑAS COSAS del día a día y ENTRENEMOS  nuestra mente pensando en lo que nos gusta, nos alegra y nos ayuda a seguir adelante.